Hace años entrevistamos a cientos de altos directivos que reflexionaban sobre sus "secretos del éxito" o "el punto de inflexión" en función de sus preferencias cognitivas y su temperamento. El objetivo era compartir esas reflexiones con las personas en una fase más temprana de su trayectoria profesional, como forma de acelerar su desarrollo. Por el camino hicimos 19 sesiones de cine en Londres, Boston y Toronto... y aprendimos MUCHO. Este artículo se basa en una historia real que nos contaron en una de esas entrevistas. Las ideas que contiene son universales y constituyen un importante recordatorio que todos podemos tener en cuenta en nuestro trabajo.
Ahí estaba otra vez. Nate conocía esa sensación. La había tenido todos los domingos por la noche durante los últimos 7 años. En cuanto llegaba el momento de pensar en ir a la oficina el lunes por la mañana, su cuerpo se tensaba y se sentía... asqueroso. Él no no me gusta su trabajo y le gustaba su equipo. Pero no le gustaba la persona que tenía que ser. fieltro para ser el líder del equipo.
La trampa de la imitación
Nate siempre había admirado a su antigua jefa. Esa líder -decisiva, sin pelos en la lengua y rápida a la hora de tomar el mando- era el tipo de persona que tomaba el control de cada habitación en la que entraba. Para Nate, esa líder representaba el éxito. Así que, cuando años más tarde le propusieron ocupar ese mismo puesto, Nate asumió que debía seguir el mismo manual.
Imitó su estilo. Directivas tajantes. Menos preguntas. Más acción. Adoptó el tono, la postura, incluso las respuestas escuetas por correo electrónico. A primera vista, parecía el mismo.

Pero en el fondo, algo no encajaba. Sus días estaban llenos de tensión. Sus interacciones le hacían sentirse vacío. No temía el trabajo en sí, sino ser "ese tipo" todos los días. Se había convertido en un actor en un papel que no estaba escrito para él.
Al principio, el equipo era educado. Respetuoso. Pero con el tiempo, algo cambió. Los colegas se mostraron menos comprometidos. Sus ideas suscitaban reacciones tibias. Algunos incluso empezaron a prescindir por completo de sus consejos y opiniones. El problema no eran sus habilidades. No era el esfuerzo. Era algo más esquivo.
No confiaban en él
No porque Nate fuera deshonesto o poco amable, sino porque no era congruente. Su equipo había trabajado con él durante años antes de su ascenso y le conocía. Su nueva personalidad de líder se sentía desalineada con el ser humano que habían conocido antes de su ascenso. La gente percibió el rendimiento. Y es propio de la naturaleza humana que cuando no sabemos qué versión de alguien vamos a obtener (su yo real o su "yo de liderazgo") dudemos. Nos contenemos y la confianza se erosiona.
El punto de inflexión
Siete años en el puesto, Nate llegó a un punto de ruptura. Agotado y desilusionado, una mañana se detuvo ante la puerta de su despacho. Más tarde lo describió como un momento sencillo pero radical; fue el punto de inflexión.
"Recuerdo estar allí y pensar: ¿y si me presento como ME ¿Hoy? Sin intentar ser otra persona. Sólo... yo. Y si eso no funciona, ya se me ocurrirá otra cosa".
Ese día lo cambió todo.

Nate empezó a dirigir con curiosidad en lugar de con certeza. Dejó que la gente hablara. Hizo preguntas. Se reía más. Dejó de intentar igualar la energía y el estilo de su predecesor, sino que aportó los suyos propios. En pocos meses, la cultura de su equipo empezó a cambiar. La moral mejoró. Los proyectos avanzaban con más fluidez. Los compañeros empezaron a contar con él de nuevo, esta vez por su visión real, no por su aprobación.
Nate califica ese momento como el verdadero comienzo de su viaje hacia el liderazgo.
Por qué es importante
La historia de Nate no es única. Todos los días, líderes de todos los niveles -nuevos y experimentados- se deslizan en papeles moldeados más por la imitación que por la autenticidad. A menudo creemos que el "liderazgo" tiene un aspecto determinado. Puede que sea audaz y firme. O siempre sereno y visionario. Tomamos ejemplo de quienes nos han precedido y a menudo intentamos inconscientemente encajar en su molde.
Pero la verdad es: los mejores líderes no son los que más se parecen a otros líderes o se ajustan a alguna norma general de liderazgo, sino los que se muestran como ellos mismos.
Cuando dirigimos desde nuestro cableado natural, nuestros instintos y nuestro verdadero estilo, aprovechamos algo más poderoso que la técnica: aprovechamos la confianza. La gente reconoce la coherencia. Responden a la sinceridad. Se inclinan cuando perciben que lo que dices está en consonancia con lo que eres.
No se trata de ser blando o demasiado introspectivo. Se trata de aprovechar dos de los principales motores de la influencia: la credibilidad y la conexión. Y éstas no se pueden fabricar. Se ganan con el tiempo a través de la coherencia y la congruencia.
Todo comienza con la simple idea de que no tienes que convertirte en otra persona para ser un gran líder. De hecho, cuanto antes dejes de intentar ser otra persona, antes comenzará tu verdadero viaje hacia el liderazgo.
Un comentario
Todo gran líder acaba por darse cuenta de que no puede serlo todo para todos. Arriesgarse a ser auténtico le hará vulnerable a las críticas, pero al mismo tiempo genera confianza, porque los demás se dan cuenta de que, con su ejemplo, también pueden ser auténticos y, como resultado, el equipo puede abrirse de par en par. Si a esto le añadimos un fuerte sentido de la visión y unos objetivos claros, el equipo habrá dado un paso de gigante hacia el éxito.